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jueves, 30 de julio de 2009

Deseos

Recuerdo que, cuando era pequeña, creía que las estrellas fugaces concedían deseos. Por eso, cada día de verano, me paseaba, sola, en busca de ellas. Miraba el cielo, en lugar de la tierra, y, a veces, tropezaba y me caía. Al principio entraba en un llanto solitario, uno que nadie escucha, que nadie percibía. Me sentía vacía muchas veces, no había nadie que me cuidase, protegiese, amase. No había una mano que me levantase, ni voz que me preguntase: "¿Estás bien?". Por eso aprendí a levantarme, sola, sin ayuda.

Los puntitos de ahí arriba me miraban. Compadecientes, tristes. Pero, no me molestaba, así, al menos, sentía una leve, casi insignificante, compañía. Y cuando caían del cielo, llena de felicidad, juntaba en alto las manos y recitaba:

-Por favor, que mi hermano se cure.

Esperanzada volvía a casa, sintiendome orgullosa de tan buen acto. Pero, ese engaño muy poco duró. Empezaron a pasar los meses, y con ello los años. Cada noche la misma historia, salía en busca de la estrella que mi deseo cumpliría. Ya han pasado más de setenta largos y pesado años. Mi hermano, pequeño y débil, murió, no quedó huella tras su partida al cielo. La magia de los deseos sólo ha sido un sueño, sus placeres prohibidos a mí no me los han concedido.